En su libro “Chaos monkeys”, el emprendedor Antonio García Martínez cuenta el lado oscuro y las miserias personales de su paso laboral por los colosos de Silicon Valley.
Chaos Monkey es un software de Netflix, que la empresa creó para probar cómo puede mantener el streaming si colapsan sus servidores. El nombre viene de lo que puede hacer un mono suelto en un centro de datos, con acceso libre a las computadoras: crear caos.
El nombre es también el título de la memoria de Antonio García Martínez, Chaos Monkeys: Obscene Fortune and Random Failure in Silicon Valley (Monos caóticos: Fortuna obscena y fracaso fortuito en Silicon Valley), la trayectoria de un estudiante de posgrado de física en Berkeley desde un trabajo en Wall Street, antes de la crisis hipotecaria de 2008, hasta sus aventuras y desventuras como emprendedor a la caza del capital de riesgo en la Costa Oeste y sus desventuras como empleado en Facebook.
El libro abre en el cuartel general de Facebook en Menlo Park, California. «La decoración era la estándar en Silicon Valey: alfombra industrial afelpada, cielorrasos expuestos que revelan los ductos de ventilación y las vigas de acero cubiertas contra incendio y la extraña obra de instalación artística casera: una pared de Legos impresionante, con los murales en forma de bloque que dejan los empleados, otra pared empapelada con afiches vagamente orwellianos que la imprenta de la casa produce masivamente».
La realeza, como comparó el autor, se halla «en el vértice exacto del Edificio 16»: se llama «el Acuario» y es una oficina «con paredes de vidrio donde Zuck [Mark Zuckerberg] atendía a su corte el día entero». La estrucura sobresale hacia el patio principal: «Así permite que los empleados de Facebook que pasan camino al almuerzo puedan capturar una visión de su líder famoso. Se dice que las ventanas son a prueba de balas».
La distancia física al Acuario dice todo sobre la importancia de los individuos: más cerca de la oficina del fundador, más valorado. Al autor le molestó descubrir que el equipo de publicidad, al que ingresó, se hallara en el edificio siguiente, «como si fuera ropa interior sudada». Pero eso cambiaría, aclaró.
«Mi misión de hoy era una reunión con Zuck, programada en la sala de conferencias de Sheryl [Sandberg, la COO de Facebook], que se llamaba, por razones que nunca descubrí, ‘Sólo Buenas Noticias'», se burló. Tras describir a todos los presentes con sarcasmo similar —detalles sobre sus teléfonos y sus MacBooks, y sus actitudes ante ellos, por caso— García Martínez explicó que su papel en esa reunión era presentar las tres ideas para la orientación de anuncios publicitarios, que serían «una gran apuesta a la monetización que le compañía haría (ojalá) pronto».
En su página web, García Martínez se presenta como un antihéroe en la matriz prístina donde se conciben los iPhones, Uber y Google Maps. Dejó la Universidad de Berkeley a mitad de su doctorado, inspirado «por el ejemplo previo de más de un físico fracasado», y llevó su capacidad de cálculo a Goldman Sachs. Y lo quisieron, como lo querrían en Facebook a pesar de sus borracheras, sus detenciones por cometer infracciones con sus autos caros, sus actitudes misóginas: «Ganaba el doble que mi profesor, fijando precios y estructurando derivados de crédito en el núcleo mismo de la burbuja financiera». Acaso por una inquietud que él viste de intuición, comenzó a pensar en el día después a la explosión.
Leyó en The New York Times (cuya sección de negocios calificó de «tan fechada y lenta para responder que bien podría ser un libro de historia») que la compañía Adchemy, una start-up de San Francisco, buscaba un investigador para su área de matemática aplicada a la publicidad. Mandó su curriculum vitae. Viajó para una entrevista. Le ofrecieron el trabajo. «El capitalismo, al menos tal como había sido diseñado para mis inminentes ex colegas de Goldman, estaba conectado a un respirador artificial. Tuve la intuición de que el mundo aislado y aislante de la tecnología sería el último hombre que se mantendría en pie ante el colapso».
En ese punto comienza la descripción del mundo de las start-ups, y la descripción de los mecanismos de una economía de USD 300.000 millones. Y la descripción se centra en una de las preguntas centrales de las puntocom: la generación de dinero mediante publicidad, según un modelo de negocios no sólo nuevo, sino cambiante.
Pero García-Martínez tenía conocimientos sobre la publicidad en internet. «Como un científico investigador —el título que tuvo en la primera empresa donde trabajé tras dejar Wall Street— torturé cada fragmento de un dato hasta que confesó, y lo utilicé para predecir la conducta del usuario, el valor de los medios comprados y las apuestas óptimas en las subastas de publicidades más grandes del mundo». ¿Aburrido? No demasiado: «Es lo que paga internet y lo que me ubicaría años luz por delante de cualquiera dentro de Facebooks Ads [la división de publicidad de la red social] cuando llegara la hora».
Silicon Valley no es la utopía tecnológica
En su papel doble de observador de la cultura tecnológica y de creador de impacto de esa cultura en la sociedad, García Martínez definió su mundo como algo que «no es peor que la industria tradicional y la política, pero por cierto tampoco es mejor».
Hecha esa consideración, se nota que no le gusta mucho: su sarcasmo revela una base rencorosa. Además de dedicarle el libro a los hijos que tuvo casi accidentalmente durante sus años en Silicon Valley, Zoë Ayala y Noah Pelayo, García Martínez lo dedica «A todos mis enemigos: no lo podría haber hecho sin ustedes».
Una nota del autor advierte que su relato se basa en documentos existentes (correos electrónicos, mensajes de Facebook, tuits y entradas de blogs, por ejemplo) y en reconstrucciones de la memoria. Y provoca: «Aquellos que pueden haber estado presentes pero sienten que he reconstruido mal los hechos, quedan invitados a escribir su propio relato competitivo. Juntos podríamos llegar al conjunto de mentiras mutuamente aceptadas que llamamos historia».
Aunque el texto —largo— está lleno de alusiones para los expertos, el lego puede entender algunas cosas cuando García-Martínez se distrae en explicaciones. Escribió sobre sus ideas para innovar la publicidad en la red de Zuckerberg: «La popularidad de los botones ‘Me gusta’ y ‘Compartir’ significa que Facebook estaba en algo así como la mitad de la red en un mercado maduro como el de los Estados Unidos. Cuando uno navega la red a fondo, desde comprar zapatos en zappos.com a leer las noticias en intimes.com, Facebook lo ve en todas partes, como si tuviera un circuito cerrado de TV en todas las calles de la ciudad».
A poco de comenzar a trabajar en Adchemy, la empresa que lo había contratado, García Martínez y dos ingenieros crearon el proyecto de su propia empresa. «Voy al día de demostraciones para Y Combinator, que es el acelerador de Silicon Valley que ha apadrinado un montón de empresas, y por el cual pasó mi empresa», escribió. «Lo que me golpeó es que literal y básicamente cada compañía participa en algún trabajo administrativo o manual y lo reemplaza con automatización. AdGrok fue una parte muy pequeña de eso. Hicimos lo que se conoce como software de automatización de marketing».
Con una propuesta de herramienta para administrar las campañas publicitarias de Google en compañías pequeñas —una herramienta «hermosa, innovativa», definió, fuerte de autoestima—, fundaron AdGrok. El dinero que ganaron no les alcanzó siquiera para enfrentar los costos del juicio que les hizo Adchemy.
No obstante, Twitter hizo una oferta por la start-up. Y según las reglas del juego, García-Martínez y sus socios trataron de obtener otras ofertas: de Google, de Facebook.
Nada funciona: AdGrok se vende a Twitter pero con dos socios en lugar de tres: en las conversaciones, García Martínez obtuvo una oferta de trabajo en Facebook. «La moral, tal como existe en el almacén tecnológico, es un hobby realmente caro», explicó.
En dos años esa misma moral hace que García Martínez sea eyectado de Facebook sin más trámite. ¿Y entonces? Reingresa a Twitter: se convierte en consultor sobre cómo afectar —ya que derrotar, la palabra que usa el autor, es excesiva— a Zuckerberg.
Nada de qué asombrarse: todos esos tejes y manejes, argumentó, son la moneda corriente en la industria que está transformando el mundo.
Twitter y Facebook: diferencias
«Nunca, antes o después, vi una compañía tan maníacamente preocupada por asegurar la durabilidad de sus valores originales», escribió Martínez sobre Facebook. «Era como los Estados Unidos el 4 de Julio, todos los días». Demasiada intensidad, aunque «la visión —el mantra de Zuck, el mantra de la empresa—es crear un mundo más abierto y conectado».
Y lo más asombroso: hay aduladores, hay oportunistas pero, sobre todo, hay creyentes. «Todo el mundo allí realmente lo cree. Describo a Zuckerber como un genio, no tanto como un genio cognitivo, que es el tipo más listo del mundo. Es más que él ha impulsado su cultura corporativa, en la cual los ingenieros encabezan. Muy astuto: los ingenieros jóvenes están muy comprometidos con esta visión. La gente realmente, de veras, cree en esa visión».
En el libro dio un ejemplo de cómo se vive eso en la vida cotidiana: «Durante tu primer día en Facebook vas a encontrar dos correos electrónicos en tu bandeja de entrada. Uno es genérico, ‘Bienvenido a Facebook’. Y el segundo es ‘Aquí tienes una lista de problemas de software para que arregles».
En lugar de una amenaza, eso es una prueba del compromiso de la empresa con el empleado: «Tendrás un versión del código de Facebook en tu computadora personal, que será tu versión de Facebook. Se te estimula a que procedas a hacer cambios, actualizaciones, mejoras, lo que sea, desde el primer día. En verdad se te confía mucha autoridad. Facebook es, literalmente, la cuarta parte de la internet en todas partes del mundo excepto China».
En comparación, Twitter carece de ese espíritu colectivo. Según García Martínez, los problemas de la red de microblogging son dos: «Uno es el producto, y el otro es una especie de gobierno corporativo. Twitter solía ser la clase de foro público donde el mundo entero mantenía una conversación pública, a diferencia de las conversaciones privadas que tenemos en Facebook. En cambio, Twitter se ha desviado a ser una plataforma para los famosos y sus fans, y básicamente para figuras públicas que hablan entre sí. En esta instancia, no sé muy bien qué cosas valiosas obtiene de Twitter una persona promedio».
A diferencia de Facebook, detalló el autor, Twitter no funciona religiosamente. «Tiene muchos problemas de administración. Carece de un fundador visionario como Facebook». Un profeta, llamó a Zuckerberg: «Es casi un profeta de nuestra religión, y lo seguimos. Ese sentimiento no existe en Twitter. Creo que es un problema grave».
Decisiones de alto nivel e ignorancia aún más alta
En el detallado relato de la reunión con Zuckerberg, García Martínez reseñó: «Los términos de servicio de Facebook habían prohibido hasta entonces el uso de esos datos con fines comerciales, pero esta propuesta sugería que se levantara esa restricción autoimpuesta». Era una propuesta arrojada porque, en el fondo, se desconocía el valor de esa información que proveen las cookies. El autor de Chaos Monkeys ya había trabajado en el esfuerzo de convertir la información en dinero: «La conclusión penosa fue que Facebook, aunque se presume un depósito rico de datos sobre los usuarios, en realidad no tenía mucha información comercialmente útil».
Cuando le llegó la hora de exponer, advirtió que Zuckerberg y Sandberg ignoraban sus esquemas técnicos detallados, sus flujos de datos, nada: «A Sheryl no le importaba el detalle técnico y Zuck no tenía la paciencia para mirarlos de todos modos. Como observé más de una vez en Facebook, y como imagino que es el caso en todas las organizaciones, desde los negocios al gobierno, las decisiones de alto nivel, que afectan a miles de personas y miles de millones de ingresos, se tomarían con el instinto, el residuo de cualquier política histórica que estuviera en acción, y la capacidad para abastecer de mensajes persuasivos a la gente ocupada, impaciente o desinteresada (o las tres cosas)».
El libro está lleno de chismes: la bebida favorita de Zuckerberg es el Gatorade lima-limón, camina 10.000 pasos por día en el campus de su empresa y detesta los PowerPoints proyectados (se los muestran impresos).
Y en ese punto García Martínez asocia cuánto se parecen Wall Street y Palo Alto. Su capítulo sobre Wall Street, su trabajo en Goldman Sachs, se titula «Los enterradores del capitalismo». Y deja abierta un pregunta inquietante: ¿en qué se diferencia el establishment financiero del tecnológico? «Godman Sachs era inusual entre los bancos de Wall Street en el hecho de que había mantenido mayormente una estructura de administración social. Cada empleado que se sumaba era contratado por un socio en particular, y uno era el muchacho de ese socio», describió. Y siguió sin piedad: «Mi señor feudal era un tipo bajo, medio calvo, con una mirada intensa y un nombre extrañamente bíblico: Elisha Wiesel. Elisha era ni más ni menos que el hijo de Elie Wiesel, el famoso sobreviviente del Holocausto cuyo aterrador Night es lectura obligatoria para muchos estudiantes secundarios. Su padre puede haber sido una luminaria del Holocausto y un intelectual público, pero el hijo era un malparido feroz y avaro».
Para este outsider —cuyo e-book, la versión más económica de sus memorias, no está pirateada y cuesta USD 15— Wall Street «es aún más simple que la religión». La expresión, chocante, mereció un argumento: «El valor completo de uno como humano se define por un número: el de la compensación que el jefe le dice a uno a fin del año. El pago en Wall Street funciona de esta manera: el salario básico es en realidad bastante modesto, pero el bono es el dinero de verdad. Ese bono es completamente discrecional y puede variar entre cero y un múltiplo del salario básico. Así, a mediados de diciembre todos en el escritorio hacen fila fuera de la oficina del socio, como para tomar la comunión en la misa de Navidad, y esperan que su migaja caiga de la gran mesa de Wall Street. Un año entero de sangre, sudor y lágrimas se reduce a ese momento. Y la economía entera de Nueva York marcha al ritmo del tambor del bono».
Si García Martínez hubiera sido un periodista, y no un técnico, podría haber hecho el mejor retrato posible de Silicon Valey desde su interior. Habría encontrado las grietas en la superficie cultural de reusar-reciclar que permitieran penetrar en la capa más profunda de los monos caóticos: juicios, acuerdos secretos, traiciones. Pero el autor es sólo otra celebridad —se mantiene famoso por no tener una casa: vive en un barco de 40 pies atracado en la bahía de San Francisco— del mundo que describió en su libro: «Quedé completamente libre de los límites más humanos, o de la moral». Eso, según él, es lo que se usa en el Bay Area.